jueves, abril 25, 2024
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La Transición reinventada

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Hubo una vez un país que renació de las tinieblas, y hasta los más timoratos se contagiaron de la emoción democrática. Aquel noviembre de 1978, en vísperas del referéndum constitucional, jóvenes comunistas, aislados, pero visibles, exhibían orgullosos en campus, fábricas y calles españolas las pegatinas del «Sí». La calle cambió sus decorados, desde las carreras ante la policía a una eclosión de concentraciones y encuentros en los que se festejó la tolerancia.

Algunos de aquellos comunistas se pasearon con su «Bai» (sí, en euskera) por los reductos más cerrados del independentismo. Creyeron en el triunfo de la convivencia. Otros, más radicales, perseveraron en la exaltación de la ruptura frente a la reforma, y luego disfrutaron de los beneficios de la democracia. Sólo hubo pasado un año de las masivas manifestaciones en reclamación de la amnistía: «Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía», que se gritaba en Barcelona. En Vizcaya, la reclamación de amnistía costó la vida a siete manifestantes en apenas una semana. Era abril de 1977.

Gestaron la Ley de Amnistía, tanto como decir la Transición, gentes demócratas de todos los partidos, con especial generosidad los que sufrieron en sus carnes el presidio o la represión. Así lo reconocieron entonces sus protagonistas de centro derecha, de izquierda y nacionalistas. Todos se conjuraron para enterrar el pasado. Sólo hubo un recelo ante la Ley de Amnistía en un minoritario AP para los delitos de sangre, pero el consenso triunfó.

Uno de los más entusiastas de aquel proceso, Ramón Rubial, no mostró rencor alguno tras haber sufrido 20 años de cárcel, como lo afirman hoy algunos testigos. Ha evocado su ejemplo en estos días de decepción Juan José Laborda, un socialista con memoria, ideología y pasión democrática, que se indigna contra la destrucción de aquel espíritu. Otros socialistas también han recordado el pacto por la Transición: Joaquín Leguina, Rodríguez Ibarra o Ramón Jáuregui, por ahora.

«El Supremo tiene que entender que crea alarma» al juzgar a Garzón. Es lo que dice el vicepresidente Tercero del Gobierno, Manuel Chaves, ante la imagen de la gente que exige revocar el pacto de la Transición. Chaves es otro de los socialistas históricos, pero no se siente concernido por la división, por los gritos de «fascistas» contra el PP y contra la Justicia. Su compañero de gabinete, José Blanco, apuntala las protestas y responde a la acusación del PP de que «el Gobierno pone en riesgo la democracia» con la sentencia de que «el PP jalea a los falangistas». En esta escalada verbal, el siguiente salto será decir que son lo mismo. Leguina advierte de que es tanto como afirmar que la mitad de los votantes españoles son nostálgicos de Franco.

¿Qué proclaman quienes quieren reinventar la Historia? Algunos fueron antifranquistas cuando ya agonizaba el dictador. Y muchos saben, también, que una gran mayoría asistió pasiva al transcurrir de décadas del régimen, y que pocos boicotearon aquellos referendos como el de la ley de Sucesión. Y que la izquierda vivió como un triunfo propio la llegada de la democracia, el pacto constitucional.

Podría ser que entre los socialistas que apoyan la manifestación, que gritan contra el «franquismo», residan viejas cuentas contra quienes les embistieron sin piedad en el ocaso de los gobiernos de Felipe González con la denuncia de los escándalos de corrupción, pero también quienes calculen que «esto» les afianzará en el poder.

Treinta y cinco años después, es posible que la actual crispación no produzca otras consecuencias, pero nadie puede asegurarlo en un país con cuatro millones y medio de parados. La crisis de legitimidades apela al Gobierno. Hace pocos días, Zapatero proclamó solemnemente en el Congreso que el Constitucional tiene completa legitimidad en plena cascada de críticas. Pero le faltó decir que la misma legitimidad la tiene el Supremo.

Chelo Aparicio

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