Pasqual Maragall lleva tres años luchando para no olvidar sus propios recuerdos, pero hace mucho más tiempo que se empeñó en que los efectos de la dictadura franquista no cayeran en el olvido. Por eso colabora con las asociaciones que defienden la memoria histórica y por eso promovió un texto para apoyarlas y asistió al acto de la Complutense del pasado miércoles.
Todos los que conocen de cerca el Alzheimer o tienen un mínimo de sensibilidad saben que es una enfermedad maldita que desdibuja poco a poco a la persona hasta borrarla. Al final, los familiares y amigos deben optar por quedarse con el recuerdo de cómo era el ser querido cuando estaba sano e intentar olvidar cómo acabó sus días. Maragall sabe cuál es el futuro que le espera e intenta aplazarlo todo lo que puede.
La suya es una enfermedad igualitaria. No distingue entre clases sociales, afecta a personas de izquierdas y de derechas, a cerebros bien amueblados y a mentalidades obtusas o mezquinas. Que haya periodistas que se permitan bromear sobre la presencia del ex president en el acto a favor de Baltasar Garzón es de lo más bajo que se ha podido ver y oír en prensa últimamente. Y hay mucho donde escoger. Hablar de que «sólo faltaba el pobre Pasqual Maragall para que aquello fuera la balsa del desvarío», decir que su presencia constituyó «una broma macabra porque estaba ido» y acusar a los convocantes de «crueldad innecesaria» da cuenta de la bajeza moral de muchos que, eso sí, creen en Dios fervientemente y dan lecciones cada mañana ante un micrófono, una página en blanco o un videoblog.
Hace falta ser muy valiente para convocar una rueda de prensa cuando uno tiene ya el diagnóstico de que su cerebro está empezando a morir lentamente. Hace falta generosidad para dar la cara e impulsar una fundación para buscar una cura para los que vengan detrás. Y hace falta mucho temple para ignorar los comentarios llenos de mala leche pero disfrazados de conmiseración beatífica.
Luz Sanchis