Cada vez que Mariano Rajoy asiste a un acto protagonizado por José María Aznar tiene que tragar quina. No son tantos al cabo del año, pero tener que aguantar cómo le da lecciones no debe ser plato de gusto. La última lección magistral la soportó en Sevilla el pasado viernes. El ex presidente quería celebrar los 20 años del congreso de Sevilla y el líder del PP tuvo que escuchar cómo el partido «debe seguir siendo incompatible con la corrupción». Como si todo hubiera empezado en época de Rajoy y los dos mayores granujas del ‘caso Gürtel’ se hubieran colado en la boda de El Escorial para comer gratis.
Igual que la mayoría de ex presidentes, Aznar tiende a la memoria selectiva y a situarse por encima del bien y del mal. Él monta la foto, pontifica, come con los elegidos sentados a su vera y se vuelve a Madrid tan contento. Mientras, Rajoy suda tinta para convencer a Luis Bárcenas de que se vaya pero no del todo y huye de los periodistas porque no sabe, o no puede, contestar a sus preguntas. Poco antes de que Bárcenas anunciara que se iba a pagar su abogado, en el PP decían que ellos «tenían sus tiempos». Para un desfase de seis horas no valía la pena dar la imagen de que el líder seguía indeciso.
Los tiempos de Rajoy siempre han sido lentos, pero ha llegado la hora de que acelere. Aunque el votante del PP es de una fidelidad a prueba de bombas, es arriesgado seguir mareando la perdiz y suponer que no les ofende la corrupción de sus dirigentes. Confiar en que la gravedad de la crisis y las colas de parados tapen las sospechas de robo a manos llenas en casa de los barones autonómicos que gobiernan es mucho confiar.
Por eso las palabras de Aznar han dejado con la boca abierta a muchos dirigentes del actual PP. Poco a poco y con mucho esfuerzo, Rajoy ha conseguido hacerse su equipo. Varios de ellos no le deben nada a Aznar, llegaron a la política más tarde y están hartos de lo alargada que es su sombra. Es lo que tiene no haber sido elegidos a dedo para continuar su herencia.
Luz Sanchis