jueves, abril 25, 2024
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Obama europeíza EEUU

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Nada que ver con la historia de Julio César: «Fui, vi y perdí». El primer y único día que he vivido en Detroit lo pasé en el hospital. Invitado por el Departamento de Estado, viajaba con un grupo de políticos y diplomáticos europeos que me convencieron para, por primera vez en mi vida, patinar sobre hielo. «No me lo puedo creer, ¿es que en España nunca patináis sobre hielo?», exclamó en tono medio de mofa un diputado danés lleno de pecas. «¡Cada vez que vamos a Écija, no te jode!», le contesté de vikingo a vikingo. No me entendió.

Me costó Thor y ayuda aprender siquiera a ponerme de pie sobre el hielo, y cuando creí dominar el asunto, cuando me dije aquello tan fatal de «¡ya controlo!», terminé en el suelo y la cuchilla de otro patín me pasó por encima del dedo anular. La uña saltó por los aires y la pista terminó peor que si una cuadrilla de extremeños hubiese trasladado ese año la matanza del cerdo a Detroit. Temiendo que hubiese algún hueso roto, me llevaron al hospital de la ciudad, frente al lago St. Clair. Allí estuve apenas media hora, me hicieron una minúscula radiografía, contrastaron que nada le había pasado a mi falange y trajeron un recipiente con algo similar al Betadine para ahogar la herida. Eso fue todo. A la salida, casi tengo que volver, pero directamente a la Unidad de Cardiología. Factura: ¡900 dólares! ¡Menos mal que, al ir como international visitor, el coste lo asumió el Gobierno de Estados Unidos!

La digresión puede parecer absurda, pero ejemplifica lo caro que resulta que te atienda un médico en Estados Unidos. La reforma sanitaria que ha sacado adelante Obama era imprescindible. Resulta inaudito que la primera potencia del primer mundo permita que más de 30 millones de sus ciudadanos -los que no tienen dinero para pagarse las caras pólizas de las aseguradoras- no tengan aún garantizada la cobertura sanitaria, como ocurre en Europa.

El debate adquiere, sin duda, una dimensión moral. Un Estado moderno, con una democracia consolidada, debe ser capaz, por un lado, de crear las condiciones óptimas para el impulso y la proliferación de la iniciativa privada en todos sus órdenes -sanidad y educación, por supuesto, incluidas- y al tiempo, por otro lado, de garantizar el acceso de todos sus ciudadanos a los servicios más elementales. Al menos a aquellas prestaciones que, como la atención médica, lo reconocen no como consumidor dentro de un mercado sino como sujeto dotado de dignidad por el mero hecho de ser humano.

Hace unos años conocí a Eduard Kraft, un médico nacido en Colombia pero criado en Múnich y nacionalizado alemán, que estudió y llegó a trabajar en Boston. Absolutamente compungido, me contaba su experiencia profesional en Estados Unidos y daba fe de lo duro que resulta para un médico -cuya vocación primera es la de curar, no la de cobrar- desatender a un paciente que lo necesita porque su cartilla no cuente con los ceros suficientes. Es simplemente abominable. Obsceno.

¡Y que nadie vea en estas palabras connivencia u oportunidad para unir estos argumentos a una cruzada antiliberal! Todos los liberales que yo conozco son buena gente, y jamás dejarían morir a un ser humano a las puertas de un hospital. Que no se froten las manos, por tanto, los defensores del Estado omnipotente y omnirregulador, del Estado metomentodo. Ahí no me encontrarán.

La ley a la que ha dado luz verde la Cámara de Representantes acabará con algunos excesos. Impedirá, por ejemplo, a las aseguradoras discriminar a los pacientes que presenten una enfermedad antes de suscribir la póliza o cancelar la cobertura médica cuando los suscriptores caigan enfermos.

Una congresista republicana, Marsha Blackburn, ha llegado a afirmar que con esta ley «la libertad ha muerto un poco». No es verdad. Al contrario. Muy pronto millones de estadounidenses sin medios vivirán con mayor libertad en la seguridad de que si un familiar enferma dispondrá de atención sanitaria sin ir a la ruina.

Otro republicano, Paul Broun, critica a los demócratas porque «son tan arrogantes que saben lo que conviene al pueblo de Estados Unidos mejor que él mismo». Curar a la gente no es despotismo ilustrado -todo para el pueblo, pero sin el pueblo- sino simplemente una obligación moral del buen gobernante. Que la mayoría de la población de EEUU rechace la universalización de la sanidad no convierte en antidemocrática la ley.

A veces la mayoría se opone a una medida porque no desea, por ejemplo, pagar más impuestos y, sin embargo, lo democrático es adoptarla porque garantiza un bien para la minoría más desprotegida. La democracia verdadera no consiste sólo en hacer siempre lo que la mayoría quiere sino también en generar un escenario en el que la convivencia se guíe por principios como la justicia, la libertad y la solidaridad. Si ahora nos volviésemos todos locos y nos pusiésemos de acuerdo en matar judíos -como hicieron los nazis- no sería una iniciativa democrática por muy mayoritaria que fuese. Sería simplemente una aberración indigna de un Estado democrático.

Por eso muestra coraje Obama al defender a capa y espada esta ley. Porque, pese a caer su popularidad y correr el riesgo de sufrir un auténtico varapalo en noviembre, cuando se renueven la Cámara de Representantes y un tercio del Senado, ha seguido adelante sin importarle el perjuicio electoral de la medida. El viejo Ted Kennedy descansa desde hoy un poco más en paz.

Armando Huerta

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