viernes, abril 19, 2024
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Sangre, arena y canciones machistas

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Hay días en los que una melodía se agarra a tu mente y te pasas el día tarareando la copla en cuestión mientras dedicas el tiempo a tareas más productivas. Yo llevo un rato largo con Manolo Escobar metido en la sesera, y una de sus canciones bandera me atormenta sin descanso. Me despierto por la noche, sudoroso y agitado, mientras el tupé del cantante me mira como si de la cornamenta de un Miura se tratase. Precisamente. Tratando de analizar el porqué de mi desvarío mental y zozobra musical, me he dado cuenta de que durante esta semana hemos asistido a interesantes sesiones del debate sobre la prohibición de las corridas de toros en Cataluña. Lo tenía delante de la cara, y no me estaba enterando. Ése era el mal que me enviaba al cantante de Almería para que no me olvidase del asunto.

Por televisión hemos podido ver cómo se explicaba con todo lujo de detalles ante los parlamentarios la función torturadora que provocan las banderillas, con toda probabilidad la primera oportunidad para muchos defensores de la fiesta nacional de conocer la teoría y acción mecánica de ese arpón adornado en la mayoría de ocasiones con la rojigualda. Visto así, en crudo, hablando de desgarros en la carne del animal, hace bastante menos gracia. También pudimos asistir a la intervención de algún sobrado experto, que pudo haberse ahorrado calificativos que seguramente habrían dejado más espacio para su discurso racional y no dar así pie a la réplica habitual de los acérrimos garantes del sacrificio animal en aras de las esencias patrias.

El caso es que ahí andábamos, viendo comparecer en una comisión de un Parlamento regional a unos y otros, cuando hizo acto de presencia Esperanza Aguirre en el debate, capote en mano, y comenzó la música. Recuerdo con claridad, ahora sí, que fue en ese momento. Los acordes de una melodía conocida arrancaban dentro de mi cabeza, primero como un leve sonido de fondo, para seguir ampliando su presencia y volumen mientras avanzaba el discurso de la presidenta. Era él. Las imágenes de sus grandes éxitos cinematográficos pasaron ante mis ojos: grandes películas como Préstemela esta noche o La mujer es un buen negocio resucitaban sus fotogramas para tensar hasta el último nervio de mi cuerpo. Y la melodía, esa melodía. Esperanza acaba de declarar las corridas de toros Bien de Interés Cultural en la Comunidad de Madrid, y yo ya reconozco la canción que me tortura. Habla de toros, de minifaldas y de prohibirle a la novia que vaya sola a la plaza…

Ahora lo entiendo todo. No es la canción. Es el tiempo. La exclusiva para devolvernos a otras épocas la tienen cuatro o cinco personas en este país, además de las sotanas. Son capaces de erizarnos el vello con sólo abrir la boca, y de evocarnos aquella España rancia, machista y cutre que por suerte dejamos atrás, o eso creíamos. No querer ver el sufrimiento del animal en nuestra vergonzosa fiesta nacional es algo digno de estudiarse científicamente. Dice un ganadero que los parlamentarios no pueden juzgar algo que desconocen, tachándolos de «ignorantes». La sangre es sangre, señor, y nada se tiñe de color rojo sin que medie sufrimiento. Se puede apelar a la cultura o a la tradición, a la historia de España o al destino divino del toro para morir en la plaza, pero todo serán excusas y endebles diques para calmar las conciencias. La única realidad es que elegimos como espectáculo patrio un acto de tortura dividido en tercios al que hemos dado la categoría de ciencia. Y a mí me da pena el toro, pero tengo más pena por nosotros. Y por el que compuso la canción…

Ion Antolín Llorente

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