viernes, abril 19, 2024
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Liberalización, desregulación y mercado

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La relación entre las libertades económicas y la regulación es una de las cuestiones más debatidas por la ciencia económica desde sus inicios. En gran medida, La Riqueza de las Naciones de Adam Smith fue una crítica al mercantilismo, el intervencionismo regulador de la época. Desde entonces, la posición de los economistas sobre la cuestión se ha dividido en dos grandes bloques cuyas posiciones pueden simplificarse en los siguientes términos: los que consideran que, con todas sus imperfecciones, el mercado tiende a autorregularse y a funcionar de una manera eficiente, y quienes estiman que, sin la intervención de los poderes públicos, las fuerzas espontáneas de la oferta y de la demanda conducen a la ineficiencia. En este contexto, la aproximación de la ciencia económica a temas como la regulación o la defensa de la competencia depende del marco teórico de referencia, lo que no sólo tiene importantes consecuencias en el plano académico, sino también en el práctico.

Es una obviedad, pero conviene siempre recordarlo, que el problema básico de la organización social consiste en coordinar las actividades económicas de millones de personas. En cualquier sociedad, la división del trabajo y la especialización de funciones son condiciones necesarias para utilizar de manera eficiente los recursos. En esencia sólo hay dos vías para que esa coordinación se produzca. Una es la planificación en sus versiones duras y blandas, que implica el uso de la coerción, si bien con distinta intensidad. La otra es la cooperación voluntaria de los individuos en el mercado, esto es, el denominado «capitalismo competitivo» o sistema de libre empresa, que presupone la libertad de realizar todo tipo de transacciones de bienes y servicios sin otra restricción que el derecho de los demás a hacer lo mismo.

De entrada es preciso avanzar la razonable hipótesis de que el mercado es el único sistema que permite acumular, procesar y transmitir el conocimiento disperso existente en la sociedad. En efecto, a través del sistema de precios lanza señales a los empresarios para que éstos produzcan los bienes y servicios deseados por los consumidores. Entiendo que el fallo esencial de los modelos planificadores e intervencionistas es suponer que un ente político o burocrático es capaz de obtener la información precisa para asignar eficientemente los recursos. Al mismo tiempo, el mercado es una institución democrática que permite combinar la unanimidad con una gran diversidad. En términos políticos opera como un sistema de representación proporcional. Cada individuo vota cada día el tipo de bienes y servicios que desea consumir o producir, y las preferencias de las minorías casi siempre encuentran una oferta capaz de satisfacerlas.

En una democracia se podría esperar que el Estado favoreciese a los sectores, grupos o industrias capaces de conseguir el apoyo de la mayoría de la población. Sin embargo, esto no sucede así en numerosos supuestos. Por el contrario, la mayor parte de las regulaciones concentran sus beneficios en grupos minoritarios e imponen costes al conjunto de la población. Para entender cómo esos grupos consiguen sus objetivos en un régimen político basado en el voto de la mayoría seguramente es importante diferenciar entre el funcionamiento del mercado y el del proceso político. Véase un sencillo caso concreto: un individuo puede elegir entre viajar por tren o por avión. Cuando compra su billete, vota con su dinero por un medio u otro de transporte. Lo mismo sucede en cualquiera de las transacciones que realiza libremente en el mercado. Sus decisiones de trabajo, de ahorro o de inversión siguen la misma lógica.

Sin embargo, la toma de decisiones en el mercado político presenta dos diferencias sustanciales respecto a las adoptadas en el económico. La primera, por cierto decisiva, es que las decisiones se toman simultáneamente por un gran número de personas. La segunda, dramática, es que esas decisiones afectan a toda la comunidad. La combinación de esos dos elementos debilita la conexión entre las elecciones públicas y sus consecuencias privadas. El resultado es claro: el sistema político ofrece pocos estímulos para que los ciudadanos inviertan recursos en obtener información sobre el impacto de las distintas medidas gubernamentales, ya que el coste de esa adquisición es superior a los beneficios proporcionados por ella. Ahora bien, la diseminación de los costes y beneficios de esas decisiones entre un gran número de personas sí crea incentivos para que colectivos concretos inviertan recursos en lograr que el Gobierno les favorezca con alguna o algunas de las regulaciones antes apuntadas, ya que si tienen éxito, la rentabilidad de su inversión es muy elevada.

Además, la regulación es por definición rígida y reacciona con suma lentitud a los cambios que se producen en el entorno. Muy a menudo, esas transformaciones convierten en obsoletos los procedimientos regulatorios. Al final del final, la regulación estatal de los mercados produce una mala asignación de los recursos y, en el largo plazo, inciden de manera negativa sobre el crecimiento económico de los países y sobre el nivel de vida de su población. Por eso, una ola liberalizadora recorre el mundo desde comienzos de los ochenta. Los gobiernos liberalizan para crecer más, para aumentar el ingreso de la población, sobre todo de sus capas más modestas, y para mejorar la asignación de los recursos. Desde esta óptica, la eliminación de las barreras artificiales a la competencia aumenta la eficiencia y redistribuye la renta.

No es razonable la conclusión extrema de que la mejor defensa de la competencia es la que no existe, pero tampoco lo sería crear un nuevo Leviatán estatal, una especie de «gran hermano» de la concurrencia, que con el pretexto o con la voluntad expresa de salvaguardarla acabe por convertirse en una amenaza para el buen funcionamiento e incluso para la supervivencia del sistema de libre empresa. Esto devolvería a los gobiernos un poder que, en manos poco escrupulosas, tendría muchas posibilidades de transformarse en un mecanismo de control de toda la actividad económica. La respuesta correcta sobre cuál sería la misión de los poderes públicos en lo referente a la competencia depende, pues, de la situación de los mercados. Como pauta general, la tarea de los órganos reguladores ha de circunscribirse a la supresión de las barreras de entrada que impiden la creación de un mercado abierto a potenciales competidores. Ésta es una garantía suficiente para asegurar la competencia. El sector de las telecomunicaciones ilustra la validez de este criterio. La combinación de la desregulación con los cambios tecnológicos registrados ha permitido introducir la competencia efectiva en esa industria.

Todo sugiere, en suma, que la moderna teoría económica ha sometido a una profunda crítica la visión tradicional de la regulación y de las políticas de defensa de la competencia. Por lo que se refiere a la regulación, sus consecuencias se traducen demasiado a menudo en una mala asignación de recursos y en una arbitraria redistribución de la renta. Por lo que respecta a las políticas de defensa de la competencia, resulta necesario someterlas a reglas limitadoras de cualquier posible tendencia a la arbitrariedad. Y la conclusión es que, para hacer las dos cosas, parece imprescindible contar con teorías de la regulación y de la competencia que sean sobre todo realistas.

Carlos E. Rodríguez

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