Podemos escandalizarnos por los problemas para el reparto de alimentos o la gestión de la ayuda en Haití o, más razonablemente, reparar en que allí, agravado por el terremoto y la tragedia, no hay un Estado eficiente. Tras decenios de desastres políticos, dictadura y corrupción, el régimen -aun avalado por las urnas- del presidente René Preval, que sólo se alejó de Aristide para acercarse a la Alianza Bolivariana, no ha logrado ni organizar institucionalmente el país ni respetar seriamente los derechos humanos. Sin duda, la solidaridad internacional puede gestionarse mejor, pero el lugar al que se destina la ayuda es, además de destrozado por el terremoto, como es.
Podemos también criticar a Estados Unidos, como hicieron algunos dirigentes franceses para tener después que desdecirse, o mostrar recelos por el control del aeropuerto o de la seguridad por parte las tropas norteamericanas. O hacer demagogia con ello como el ínclito Chaves, el amigo de Preval. Pero la realidad es que nada podría hacerse sin orden y que la ONU, presente en Haití desde el 2004 en una misión de estabilización, es incapaz de controlar la situación con la urgencia que precisa. La crítica a Estados Unidos es pareja a la incompetencia internacional para, a la hora de la verdad, resolver los problemas o convertir algunos Estados fallidos en países razonablemente institucionalizados. En Haití y en tantos otros lugares del mundo (como antes en los Balcanes, ahora en Afganistán, etc.) parece que molesta, aunque se le pide que lo haga, que puedan atender lo que otros abandonan o hacerse cargo de aquello en lo que otros fracasan. La paradoja es que los cascos azules van ahora a ayudar a los marines por mucho que la misión de la ONU esté allí encabezada por un general brasileño. Si la multipolaridad debe ser real, el compromiso y el gasto debe ser parejo. Si no, a pedir ayuda.
Germán Yanke