Está admitido que los excesos del sistema financiero fueron causa esencial, aunque no única, de la crisis global que estuvo a punto de hundir la economía en el otoño del 2008. Catástrofe que sólo se evitó con masivas intervenciones públicas, en bastantes casos con cuantiosos aportes de fondos presupuestarios e inyecciones de liquidez.
Nadie lo diría, viendo cómo están empezando a lucir las cuentas de resultados de no pocas entidades, de cuya brillantez presumen sus ejecutivos, con el consecuente [auto]abono de recompensas por su buen hacer. No puede extrañar que tales conductas irriten y estén dando pie a iniciativas como la que acaba de plantear el presidente Obama o la que lleva tiempo preconizando el primer ministro Brown. Unos sostienen que hay que gravar de forma suplementaria los beneficios de los bancos, otros se inclinan por aumentar la fiscalidad de las retribuciones de sus directivos y los hay que apuestan por hacer ambas cosas, a la vez. Y los posibles afectados amenazan con distintos grados de catástrofe si esas propuestas se llegan a materializar.
Tampoco se deduce de lo que lleva varios días ocurriendo en la Cámara de Representantes de Estados Unidos. Destacados banqueros exponen -bajo juramento- su visión de la crisis, asimilándola a especie de catástrofe natural: terremoto o tsunami han llegado a decir. Una visión que ha chocado frontalmente con una mayoría de congresistas imputándoles la principal responsabilidad.
Además de discutibles, los argumentos exculpatorios son inquietantes porque sugieren que los jerarcas del sistema financiero están convencidos de que no tienen por qué cambiar; ni ellos, en su ejecutoria, ni las entidades que gestionan, en sus prácticas y estilo de funcionar. Parece el mejor punto de partida para que vuelva a ocurrir lo mismo… o algo peor.
Enrique Badía