miércoles, abril 24, 2024
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El mejor de los mundos posibles

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Hace más de doscientos años que Haití no conocía un terremoto peor que el que padeció durante la noche del pasado martes. Hace más de doscientos años que Lisboa sufrió el mayor de los terremotos registrados en su historia conocida. Y hace algo más de dos siglos largos, el filósofo y matemático Leibniz formuló una famosa sentencia, según la cual vivimos en el mejor de los mundos posibles, por lo cual tan célebre hipótesis recibió el nombre de «optimismo metafísico». Tiempo después, en el siglo de la Ilustración, Voltaire escribió un relato titulado Cándido o el optimismo, donde el doctor Pangloss, maestro de Cándido, después de una larga serie de calamidades, manifiesta: «yo sigo fiel a mis primeros principios, pues, en resumidas cuentas, soy un filósofo: no tengo por qué desdecirme, pues Leibniz no podía equivocarse y la armonía preestablecida es por otra parte la más hermosa de todas las cosas del mundo…»

Entre Lisboa y Haití, por sólo ceñirnos a un fragmento de la historia del mundo, enormes dramas y tragedias han sacudido cruelmente al planeta de la armonía preestablecida. Voltaire era un sarcástico, pero Pangloss, su personaje, poseía el don del optimismo lúcido, en tanto que aprendiz de Leibniz. A lo largo de la historia, absurdos pesimistas han intentado burlarse de Leibniz, pero han fracasado en el universo de las mentes humanas, porque, a fin de cuentas, todo responde a un orden y a una necesidad dictada por leyes inmutables que establecen para nosotros, los humanos, la realidad del mundo.

Al Pangloss de Voltaire le objetaron que, por lo visto, no creía en el pecado original, pues -decía el objetor- «si todo va del mejor modo posible, es que no ha habido ni caída ni castigo». Pangloss contraargumentaba de manera irrebatible «que las cosas no podían ser de otro modo», y fortalecía su punto de vista diciendo que «la caída del hombre y su maldición formaban parte necesariamente del mejor de los mundos posibles».

Como la catástrofe se atribuyó en la Lisboa de entonces, destruida en sus tres cuartas partes, más o menos como el haitiano Puerto Príncipe, al pecado de los hombres (y de las mujeres, claro), después del terremoto no había un medio más eficaz de evitar una catástrofe total que ofrecer «un hermoso auto de fe, y varias personas fueron quemadas a fuego lento» siguiendo el dictamen de la universidad de Coimbra, según el cual «la gran ceremonia era un sistema infalible para impedir que la tierra temblase».

Al poco tiempo, Pangloss fue ahorcado con una soga que, por estar húmeda, le permitió escapar con vida no se sabe cómo, pero en su compañía fueron quemados «un vizcaíno y otros dos hombres que no habían querido comer grasa» y resultaron inquisitorialmente condenados por judaizantes. No falló en este caso, a diferencia del episodio de la soga, el verdugo de la Santa Inquisición, que, según el relato de Voltaire, era subdiácono y «asaba a la gente a las mil maravillas».

Es probable que el mundo actual no fuera tan cruel si los medios económicos estuvieran mejor repartidos en los distintos países, de manera que los edificios y casas se construyeran sobre cimientos más sólidos. Pero, siguiendo la línea del pensamiento panglossiano, «es preciso que los hombres hayan corrompido un poco la naturaleza, porque no han nacido lobos y se han convertido en lobos. Dios no les dio ni cañones ni bayonetas, y ellos se han construido bayonetas y cañones para destruirse.» Pangloss añadía: «Podría poner al lado de este ejemplo las bancarrotas, y la justicia, que se apodera de los bienes de los banqueros que quiebran para burlar a los acreedores».

Caramba con Pangloss. Ya podría el capitalismo providente acordarse de Haití, aunque sea un poco tarde. Un terremoto ha destruido Puerto Príncipe y causado decenas de miles de muertos. En Nueva York, los devotos de Alá derribaron las Torres Gemelas. No consta que Alá vaya a castigarles.

Lorenzo Contreras

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