jueves, abril 25, 2024
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Hipocresía y opinión

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En esta sociedad red, donde lo inmediato se impone a lo permanente y los medios de comunicación inundan la realidad de detalles superficiales que impiden ver los cimientos y cloacas sobre las que nos asentamos, parece que todo se mueve a partir de golpes de encuesta. La estadística -ciencia exacta basada en la inexactitudes, tergiversaciones y manipulaciones del sondeo, lo que la convierte en la más peligrosa de las disciplinas existentes- sirve para mostrar un escenario aparente que se disfraza de auténtica opinión pública.

Así, son muchos los estudios que se realizan para saber cómo va la intención de voto en cada momento, para comprobar si la gente aprueba este o aquel proyecto de ley, para estudiar si la mayoría aprueba o desaprueba la gestión de este o aquel líder… y los resultados luego se pintan como si tuviesen algún viso de realidad. A menudo una encuesta, en nuestro patético panorama sociopolítico, cobra más importancia que la realidad que nos rodea.

Vivimos en democracia. O eso se supone. Que esa democracia permita que el total de los ciudadanos con plenos derechos puedan elegir a sus representantes en elecciones libres y abiertas -calificativos muy dudosos en España- es una de las bendiciones de años de lucha contra tiranía y fanatismo. Pero, de momento y hasta que no cambien las tornas educativas, hay que defender la absoluta libertad de conciencia y de opinión bajo la premisa de que no todas las opiniones valen lo mismo. Si no fuese así, en la mayoría de los países de Occidente se aplicaría la pena de muerte porque la mayoría de las personas cree que ése es el castigo adecuado para, por ejemplo, los terroristas.

Odio las encuestas porque dan una opinión aproximada de un conjunto de personas anónimas de las que no sé nada. En esas encuestas se recogen las opiniones de fundamentalistas religiosos, extremistas políticos, pasotas sistemáticos y amorales sin escrúpulos. Pero nuestros políticos creen más en las estadísticas que en sus propios ideales.

Por eso mismo, en democracia es básico que existan unos foros de opiniones fundadas y prestigiosas que sirvan de base para la reflexión y el análisis sociopolítico y económico. En eso consistía la labor de personas tan dispares como Unamuno, Marañón, De Maeztu, Salinas y otros muchos intelectuales de alto nivel. Hoy en día, tenemos algunos hombres sabios que saben lo que piensan y lo dicen, aunque suelen estar marginados a rincones más o menos oscuros de la prensa. En el resto de los foros académicos, intelectuales o políticos apenas se oye nada, y es que en España opinar libremente es de valientes y, sobre todo, de personas con contactos suficientes para encontrar una tribuna suficientemente pública.

El silencio más estremecedor es el de los parlamentos y ayuntamientos. Los políticos españoles, bien pagados y mejor alimentados, con el pan y el futuro asegurados, rara vez hablan y dejan que la única opinión la den los dos o tres principales líderes de cada partido político, los que auténticamente dominan el cotarro español. Así, los que a priori tendrían algo que decir y opinar huyen del debate y dejan que todo se decida en la oscuridad y pocas luces de las mentes de Zapatero, Rajoy, Blanco, González Pons, Pajín, De Cospedal y otras gente de buen vivir y poco pensar.

En España no hay apenas opiniones con un mínimo de solvencia. Y éstas, además, nunca aparecen en los foros que deberían constituir una democracia auténtica. Para paliar esta grave, trágica, carencia, se usan unas encuestas estadísticas que apenas dicen nada pero que sirven para saber por dónde deben ir los tiros electoralistas. Cuando no se tiene opinión, ni capacidad ni valor para crearla, lo mejor es que dos o tres empresas demoscópicas vayan «inventando» las querencias, deseos y apetencias de los ciudadanos españoles.

Curiosa paradoja ésta. Pero nada sorprendente si consideramos que en el fondo de todo subyace la imagocracia. Lo importante es quedar bien para sacar votos, escaños y así mantener la buena marcha de la empresa partidista. Así nunca habrá auténtico diálogo, ni opiniones certeras y valientes. Así todo seguirá igual, que es lo que muchos pretenden. Pero que nadie se queje cuando España reviente de tanto chupóptero que vive a costa del Estado que, no lo olvidemos, ayudamos a mantener unos pocos gilipollas que vivimos del trabajo y sin capacidad para opinar ante el gran público, ante la sociedad. [email protected]

Daniel Martín

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