jueves, marzo 28, 2024
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Una sola vida

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la razón por la cual los individuos se manifiestan como las verduras. Por temporada. Según vayan yendo los solsticios, la moral colectiva parece madurar estacionalmente, por eso, a veces, hay cosas que la sociedad civil atiende de inmediato, con diligencia proba, y otras, sin embargo, parece que le cuesta darse cuenta de ellas y aunque los que nos sentamos a las escaleras de entrada a tirar de la aldaba le llamemos la atención, aunque los medios de comunicación se exasperen en enfatizar, la sociedad civil pasa de ello, se inhibe como si fuera algo que, de pronto, por ser primavera, no es capaz de ver, aunque lo mire. Son cosas que, por tanto, tienen recorrido en función de la temporalidad sentimental que esté vigente en el momento en que se manifiestan. Los civiles se aprendieron el asunto de las estaciones allá con los sumerios y se aferran a ellas con denuedo. Mi tía Eva nació en Moscú aunque lleva más de treinta años en España, y el día primero del invierno se pone su gorro de piel, aunque el sol manchego amenace con derretirla como si fuera de chocolate y nata y no hace ningún caso a las bromas. «Es invierno», dice contundentemente.

La Navidad es un proceso civil estacional relacionado con la religión católica, aunque no del todo y no sólo con ella, y en este tiempo, al igual que maduran las mandarinas en Massanasa, mientras vuelan los patos en la Albufera como si nada fuera con ellos, los seres humanos parecen acomodarse mejor que en otras épocas a la llamada de la solidaridad. Como al turrón. Los «pobres» pueden verse de nuevo y caer en la cuenta de que los niños de los países asolados por las pandemias necesitan medicinas y alimentos. Puede que sea el frío y puede que sea que la Navidad es la única fiesta religiosa relacionada con la infancia. Puede, además, que la visión de la abundancia que transita de los escaparates a los estómagos nos impele a buscarle un contrapeso, una especie de sal de frutas universal que haga más llevadera la digestión de tanto derroche y borriquería alimentaria, mezclada con el bebercio.

Pero todos sabemos que la muerte no espera, que el hambre se impacienta, que la enfermedad no da tregua, que la opresión, la venganza, la tortura y la iniquidad de los civiles no descansa.

Durante unas semanas nos lo han recordado desde el escenario enrejado de la Sala Mirador, con la representación de El Palacio del Fin, la tremenda obra escrita por la canadiense Judith Thompson sobre las visiones de la guerra de Iraq, y en esa inmerecida sala para tan grande representación, Alexandra Fierro y sus huestes se empecinan en que nos demos cuenta que nos pongamos donde nos pongamos, miremos desde donde miremos, cerremos incluso los ojos para no mirar. Los muertos son transparentes. Y tanto valen miles y miles como una sola vida.

La silueta solitaria de un ser humano sentado en la soledad del banco del parque rodeado de gentes en compañía es un grito arriscado en la conciencia que, tan cobarde como es, mira para otro lado. Pero cada cual somos un vida. Una sola vida. Aun en Navidad.

Patxi Andión

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