sábado, abril 20, 2024
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Cuando el dicho puede al hecho…

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Los excesos verbales de los políticos quizás no deberían ser noticia destacada, pero generalmente lo son. Puede ocurrir como lógica consecuencia de una especie de estado declarativo que, entre otros sitios, impera en los medios informativos, a veces más prestos a dar realce a manifestaciones que proclives a analizar ideas y comportamientos de quienes, en uno u otro grado, encarnan la representación de la soberanía popular. La abundancia expresiva, en todo caso, conduce al riesgo de incurrir en bobadas y discursos caracterizados por la más decepcionante vaciedad.

Ni el intelectualmente más sólido tiene capacidad infinita de producir frases impactantes generadoras de titular. Y, dado que eso es justamente lo que busca la mayoría de dedicados a la cosa política cuando se prodiga ante micrófonos y cámaras, abunda el peligro de traspasar la línea divisoria entre lo ingenioso y la vulgaridad.

Estos días ocupan espacios de actualidad dos políticos de distinta adscripción: de una parte, el alcalde socialista de Getafe, Pedro Castro; de otra, el diputado por Esquerra Republicana de Catalunya, Joan Tardá. Al primero se le soltó la lengua y proclamó su perplejidad porque «tontos de los cojones voten a la derecha». El segundo dio rienda suelta a su ideología republicana al requerir «mort al Borbó» a modo de cierre de un acto organizado por las juventudes de su partido.

Ninguna de las dos frases aporta demasiado al pensamiento político, por muy satisfechos que sus autores se sintieran al cosechar el aplauso entusiasta del respectivo auditorio. Es innegable que no son precisamente respetuosas con quienes otorgan su voto a formaciones conservadoras ni para la figura del Jefe del Estado, por no mencionar que no constituyen ejemplos de la mejor educación. ¿Motivo suficiente para que nunca debieran haberse pronunciado? Lo peor es que no resulta descabellado presumir que, igual que no son las primeras que pueden considerarse desafortunadas, seguramente tampoco serán las últimas ni faltará el consiguiente revuelo posterior.

Es poco probable que el porvenir político de uno y otro dirigente resulte determinado por lo dicho estos días, pero tampoco es seguro que eludan la erosión del eco escandalizado que, en el mejor de los casos, tardará algunas fechas en decaer.

En pura lógica, Pedro Castro debería ser valorado sobre todo por su dilatada gestión, mejor o peor, al frente de uno de los municipios más poblados del cinturón metropolitano de Madrid, pero no cabe duda que su inoportuna gracia está pesando estos días bastante más que lo que haya hecho o dejado de hacer. Joan Tardá, por su lado, habría de serlo por su contribución al trabajo parlamentario en el Congreso de los Diputados e incluso más por su insólita participación en un acto de quema de un ataúd simbolizando la Constitución que por su exabrupto final. A fin de cuentas, se comprometió a acatar la Carta Magna al recibir el acta y los privilegios asociados a su condición de representante de la soberanía popular. ¿O no?

Por importantes que sean las formas, incluyendo el respeto a los demás y las elementales normas de educación, cuando la dinámica política discurre más determinada por lo que se dice que por lo que se hace, a lo mejor es hora de empezar a sentir preocupación.

Enrique Badía

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