¿Sabría el lector averiguar cuál es el país más bombardeado del mundo? Planteada así la pregunta, lógico sería pedir algunas aclaraciones. La primera: ¿cómo se mide la magnitud de un bombardeo? Porque una sola bomba atómica activada en el cielo de Hiroshima o de Nagasaki desencadenó más capacidad destructora que todos los proyectiles disparados en la mortífera batalla del Somme, paradigma histórico de las carnicerías bélicas durante la Primera Guerra Mundial, aunque éstos causaron muchas más bajas, al actuar durante casi cinco meses en un espacio de varias decenas de kilómetros, frente a la concentración espacio-temporal de las dos bombas nucleares de EEUU sobre Japón, que actuaron durante unos segundos en un área mucho más limitada.
También podría el lector objetar, con acierto, que los bombardeos no solo causan bajas en el momento de producirse, sino también a medio y largo plazo, como se comprobó en ambas ciudades japonesas; además, las destrucciones y el caos ocasionados por aquéllos hacen surgir otros motivos de muerte, como el hambre, el frío, la miseria, los desplazamientos forzados y el abandono social o familiar, que pueden afectan a muchas personas.
Esto pone de manifiesto la dificultad de comparar acciones y sus efectos, cuando los parámetros son de difícil valoración. Pero, de todos modos, se puede estar de acuerdo en que el peso de las bombas y proyectiles que llueven sobre un territorio es un buen indicativo de la magnitud del bombardeo sufrido por la población que en él habita.
Siendo así, existe un país, lejano y remoto para muchos españoles, que sin haber estado en guerra declarada con ningún otro, durante nueve años (entre 1964 y 1973) recibió, como promedio, la plena carga letal de un bombardero B-52 estadounidense cada ocho minutos. Desde Phonsavan, en Laos, el corresponsal de The Guardian en el Sureste asiático, Ian MacKinnon, a la vez que publica este dato nos recuerda que la aviación de EEUU lanzó sobre el desdichado país asiático más tonelaje de bombas que todo el que se utilizó durante la Segunda Guerra Mundial.
Esta fue la guerra «secreta» que EEUU libró contra Laos mientras se desarrollaba otra guerra, ésta abierta y bien conocida, en Vietnam contra el ejército norvietnamita. En aquélla se trataba de destruir la llamada «ruta Ho Chi Minh», el conjunto de pistas y senderos que comunicaban Vietnam con China, a través de Laos y Camboya y mediante los cuales se alimentaba la actividad bélica del Vietcong.
En la provincia de Xieng Juang, en el centro de Laos, su nueva capital, Phonsavan, ha sido reconstruida desde la nada, tras la destrucción total de la anterior, pero puede ostentar el título de ser la ciudad que más ha sufrido los efectos de las bombas de racimo, dentro del país que, a su vez, ha sido el más bombardeado del mundo con estas armas de tan incontrolables y letales efectos.
Se estima que se lanzaron en Laos más de 260 millones de estos traidores artefactos, de los que cerca de 80 millones no hicieron explosión. Como consecuencia de ello, afirma MacKinnon, más de 13.000 personas (la mitad, niños) han perecido o han sido mutiladas al excavar en los campos en busca de chatarra, como medio de subsistencia en un país donde cerca del 40% de las tierras cultivables está inundado por esas pequeñas bombas, de tamaño parecido a una pelota. Si a esto se une el dato de que un 80% de la población laosiana vive de la agricultura, fácil es entender el enorme peligro que para la vida y la prosperidad del país encierran las bombas de racimo.
De ahí la necesidad de limitar o prohibir el uso de unas armas cuya más sobresaliente peculiaridad es que siguen actuando, por su cuenta, aunque se firme la paz entre los combatientes que las utilizaron. No se ha encontrado todavía un procedimiento fiable que las inutilice automáticamente tras un tiempo determinado.
Los más de cien países que asistieron en Dublín a la conferencia diplomática para la adopción de una Convención sobre bombas de racimo, se han comprometido a «no utilizar jamás, bajo ninguna circunstancia» tales armas. También se prohíbe su fabricación, adquisición, almacenamiento o venta. En cuanto al menos 30 países ratifiquen el convenio, éste pasará a formar parte del derecho internacional humanitario.
Hace unos días se inició en Oslo el proceso de ratificación, que España ha suscrito y ha comenzado a practicar con la destrucción de unas 6000 bombas de este tipo. De los 26 miembros de la OTAN, 18 también suscribirán la convención. Es lamentable que varios importantes países no asistieran a la conferencia, como China, Estados Unidos (el nominal paladín de los derechos humanos), India, Israel (que utilizó profusamente este tipo de bombas en la guerra del Líbano de 2006), Pakistán y Rusia, entre los que se cuentan los principales fabricantes y proveedores de este tipo de armamento. De todos modos, se están dando ya los primeros pasos de un camino irreversible por el que habrán de avanzar a la larga todos los Estados.
* General de Artillería en la Reserva