No sé si es una tomadura de pelo o un gesto para tratar de lavar la cara de una institución en crisis. El Nobel de la paz, es cierto, nunca ha sido un premio con anclaje en la verdadera dimensión de la paz.
Tanto es así que, por poner un ejemplo, lo tiene Kissinger, un artífice de explosiones antidemocráticas y de golpes de gorilas en lo que consideraba su patio trasero: América Latina. Lo tiene también Obama, cuya contribución a la paz estará en alguna página ilegible de sus memorias, aún inéditas.
Hoy se lo han concedido a la Unión Europea, cuya contribución a la paz se referirá a la aportación de tropas de uno de sus miembros, Holanda, a los cascos azules durante la guerra de Bosnia, tan util para que Mladic culminara el peor genocidio -en Srebrenica-, en tierra europea, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Debe tener que ver, quizá, con su incapacidad para actuar conjuntamente en las guerras de los Balcanes durante los años 90.
En fin, sinceramente no se me ocurren razones para tal despropósito. Sobre todo viendo su actuación en esta crisis que condena al dolor, la pobreza y el sufrimiento a millones de griegos, españoles o portugueses, y ante la incapacidad de esta institución para poner rostro humano al drama provocado por mercados y políticos sin alma, y actuar con compasión o solidaridad, según se prefiera.
La paz no sólo es evitar guerras convencionales; tambien es contribuir al bienestar de los ciudadanos y a la convivencia entre los pueblos. Tiene gracia, una gracia siniestra, este estúpido premio en pleno IV Reich, con perdón. Pero tal y como es.
Rafael García Rico